domingo, 20 de abril de 2008

Crítica y convivencia

Cualquier piporro que dedique alguna parte de su tiempo a ver la televisión se habrá percatado del espectáculo indignante y degradante que proporcionan la mayoría de las emisoras, en prácticamente todas las franjas horarias, a través de los llamados programas "del corazón".
Este formato suele consistir, con muy pocas excepciones, en reunir a una serie de contertulios que, adornados de una gran solemnidad y seriedad, como si sus aportaciones fueran esenciales para sus teleespectadores o, incluso, para el país y como si estuvieran haciendo periodismo de primer nivel, se dedican a divulgar, comentar, enjuiciar, elucubrar y... criticar, aspectos de la vida privada de personas respecto de las cuales, por haberse significado públicamente de una u otra forma, ellos mismos han decidido que han de ser perseguidas continuamente, acosadas por las cámaras y los reporteros y ninguneado su derecho básico a la intimidad y a la vida privada. Y todo ello para ofrecernos muestras de la vida de esos famosos que no interesan a ningún ciudadano que no sean esos mismos personajes televisivos que ganan dinero con ello y con la profesionalización del cotilleo.

No obstante, el cotilleo, la crítica desaforada, injustificada e inmotivada no es patrimonio exclusivo de algunos programas de televisión. Todos los que vivimos en pueblos más o menos pequeños hemos podido comprobar la facilidad con la que algunas veces las personas nos enrolamos en la práctica de la crítica fácil. Y todos podremos pensar en ejemplos de rumores que se extienden de forma imparable y que, al margen de ser falsos en la mayoría de los casos, hacen un daño a veces irreversible en la imagen de las personas de las que son objeto.

El cotilleo es algo fácil y cobarde.
Fácil porque siempre es más fácil hablar de la vida ajena que de la propia y porque suele basarse en tópicos, análisis simplistas de lo que otros hacen, dicen o deciden en los que el que critica únicamente suele fijarse en los aspectos negativos y más superficiales.
La valoración profunda del comportamiento de otras personas, el intento de ponerse en su lugar y entender sus situaciones y en qué contexto cada uno toma sus decisiones; la capacidad para entender que el sistema de valores del criticado no tiene por qué coincidir con el del criticante; el esfuerzo sincero por comprender al otro desde la preocupación por su situación, el deseo de ayuda e, incluso, la compasión... nada de esto está presente en el cotilleo y el cotilla. Estas personas, quizá porque no quieren o no pueden acceder al esfuerzo intelectual y capacidad de comprension que supone todo lo anterior se limitan a resaltar lo negativo, a hacerlo bien visible y a obtener placer por el hecho de dañar a otros.

También decíamos que es cobarde porque el cotilleo se esconde en el anonimato, en la ausencia del aludido (que de esa forma no puede defenderse o desmentir lo que de él se dice) y en el grupo que, en muchas ocasiones, termina creyendo todo aquello que se dice y transmitiéndolo. El cotilleo y el rumor no dejan de ser auténticos linchamientos de la dignidad y de la imagen de un tercero indefenso en los que unos cobardes, amparados en el grupo y en el anonimato se atribuyen la tarea de jueces sobre lo que otros hacen o a otros les pasa. De esta forma, lo que comienzan diciendo algunos pasa a ser patrimonio de "la gente", un concepto tremendamente útil ya que cuando se habla de "la gente" no se identifica a nadie, por lo que nadie es responsable del rumor o de la maledicencia; así como tremendamente peligroso por la facilidad con la que algunas personas creen a pies juntillas y sin que medie análisis alguno todos aquellos mensajes que provienen de ese ente indiferenciado que es "la gente". Al final lo que termina sucediendo es que juzgan sobre los otros quienes nada saben y quienes ningún derecho tienen a juzgar.

Pero el cotilleo, el rumor negativo y la crítica en este sentido al que nos referimos son, por igual, enormemente peligrosos también para el que la ejerce y para el que disfruta con ella, aunque esto a veces no sea tan evidente.
Pareciera que este fenómeno del que hablamos se constituye en un auténtico mecanismo de autocontrol que contribuye al mantenimiento de las costumbres más conservadoras y ajustadas a lo que "se debe hacer" dentro de una comunidad. Se critica al que se desmarca, al que hace algo que desea pero contrario a la tradición o a las costumbres o a aquel cuyo comportamiento parece distinto o no puede entenderse a simple vista. Parece, pues, que el grupo, el pueblo, se defendiera de este modo contra todos aquellos que se salen de ciertas líneas implícitas pero claramente visibles por todos.
Esto es limitador, empobrecedor y absurdo. Como absurdo resulta que entre todos fomentemos un ambiente de presión social que dificulta que cada uno adopte sus propias decisiones, sea capaz de escucharse a sí mismo y tratar de conseguir la felicidad siguiendo su propio camino. Siempre es absurdo que el temor a la opinión de los otros termine limitando la libertad individual. Es absurdo que el propio colectivo ponga, sin darse cuenta, frenos a la capacidad de diferenciarse de cada uno de sus miembros... Además, es injusto que puedan existir personas que puedan llegar a sentir que seguir las consignas del grupo y no "estar en boca de los demás" pueda ser más importante que identificar y perseguir su propio estilo de vida.

Nos preguntamos cuántos piporros habrá en estos momentos que no se atrevan a tomar decisiones, a diferenciarse, a ser como quieran y a hacer lo que quieran por el poder asfixiante que a veces puede llegar a tener la mirada del otro.

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